Teníamos muchas ganas de volver a retomar el Secrets of the Third Reich, nos gusta picar de todas partes y ni siquiera nuestro frenesí con Frostgrave nos ha podido mantener alejados de lo mas weird. ¿Y que hay mas werid que salirse de los marcos establecidos e imaginarse un "y si..." mucho mas bizarro que el planteamiento del juego original?
Hace unos meses nuestro compañero Juan se hizo de la noche a la mañana con una oferta de americanos para SoTR:1949, un pelotón de infantería compuesto por un par de escuadras de apoyo, una escuadra de infantería y una unidad de mando, junto con un mech Comanche. Como es un cerebro inquieto, no dejó de darle vueltas a la idea de convertir a los americanos en republicanos, miembros del Ejército Francés bajo la unidad de La Nueve, la de los exiliados españoles luchando contra el Tercer Reich. Y que mejor forma de introducirlos en nuestro imaginario colectivo que con un magistral relato del propio Juan García Rodenas:
El sargento Gutiérrez se enciende su cigarrillo, apoyado en la pierna del mech Guadalajara, y mira el cielo estrellado sobre el páramo francés. La Nueve se halla en una misión, a trescientos kilómetros de Marsella y a apenas cien de una fortificación nazi que deben arrasar hasta los cimientos. Acaba de salir de la tienda del Gitano, donde entre los dos han desplumado a un par de novatos a las cartas. Gutiérrez fuma con parsimonia, en mitad de la nada, buscando las mismas constelaciones que veía, hace casi veinte años, en su Valencia natal.
Su historia hasta ahora es casi la misma que la del resto de sus compañeros. Republicano, luchó contra el fascismo desde el 36 al 39 y, después, derrotado, no le quedó otra que huir de la represión del gobierno nacional a Francia. Pasó un año en uno de los campos de concentración que el gobierno de Vichy les había preparado en el norte de África, donde casi se muere de hambre. Luego, cuando les obligaron a decidir entre la repatriación o la Legión Extranjera, tuvo claro que prefería caer combatiendo. Tampoco pasó mucho tiempo desfilando en el desierto bajo la bandera de los franchutes; como casi todos sus compatriotas, acabó desertando para unirse al movimiento de la Francia Libre. Ni siquiera había escuchado el discurso de Charles de Gaulle en el exilio, Gutiérrez solo quería seguir matando fascistas.
Las caladas se suceden, despacio, saboreando el rubio americano que nunca falta entre los suministros que caen desde el cielo. Puede que la munición escasee, pero los yanquis nunca se olvidan de llevarles tabaco. Y goma de mascar.
Gutiérrez mira uno de sus seis relojes de pulsera que lleva en los dos brazos, trofeos de guerra arrebatados a los oficiales vampiros nazis, y recuerda con nitidez su paso por Marruecos, ya como la 2ª División blindada bajo el mando del general Philippe Leclerc, y luego en Yorkshire, donde los americanos los equiparon y adiestraron en el manejo de todas sus armas, incluidas aquellas bestias tripuladas de acero que enseguida habían adoptado como suyas. Los oficiales franceses y americanos no acababan de cogerles el punto a los dos millares de soldados españoles, lo cual no había dejado de crear tensiones entre ellos. Pero claro, dentro del batallón tampoco es que imperase la concordia. Es lo que tiene juntar socialistas, anarquistas y algunos comunistas.
Gutiérrez recaló en La Nueve, compuesta exclusivamente por españoles, como mecánico de una de las cafeteras andantes que han heredado de los yanquis. Como el resto de sus colegas, no puede evitar un profundo estremecimiento al recordar los sucesos posteriores al Desembarco. La División Leclerc irrumpió en suelo europeo dentro del III Ejército estadounidense liderado por el general Patton, a la vanguardia de las fuerzas aliadas que habían de liberar París. Pero todo fue un fracaso. Aquel maldito gas V de los nazis, que convertía a quien lo respirara en zombi ("paquitos", los llaman los españoles) y, más tarde, las explosiones atómicas de Dunkerke y París, obligaron a las tropas aliadas a replegarse al sur de Francia, dejando prácticamente a La Nueve en solitario en el frente. Iban a ser los primeros en llegar a la capita gala, pero allí solo había un gigantesco cráter radiactivo, así que tuvieron que dar la vuelta.
Y aquí seguimos, dice para sí mismo Gutiérrez. En 1949, los hombres de La Nueve llevan a sus espaldas trece años de lucha armada. Aunque, en teoría, sigue adscrita a la Francia Libre, en la práctica La Nueve —siempre con el apoyo de los comandos de infantería liderados por los restos de la 3ª sección, los anarquistas del capitán Miguel Campos— es una unidad autónoma que sigue funcionando a pleno rendimiento en primera línea de fuego, bajo mando netamente español, como evidencian las banderas tricolores que lucen en sus uniformes y en sus vehículos. No es solo por sus años de experiencia en combate y su especial motivación frente al fascio, sino que su coraje, su inquebrantable voluntad, sin retroceder nunca ni ceder un palmo del terreno conquistado, los han convertido en la unidad a temer por el enemigo —todos los enemigos— en el campo de batalla.
Gutiérrez aplasta la colilla casi consumida contra la chapa blindada del mech. Agudiza el oído, por si acaso percibe algún ruido extraño. Pero no, todo sigue en calma. Se suele decir que los hombres del frente europeo lo han visto todo, pero en el caso de los de La Nueve, es literalmente cierto, y Gutiérrez, reflexiona, no deja de sorprenderse de cómo se han habituado a enfrentarse a los peores engendros surgidos de las mentes nazis más enfermas, a los mostrencos mutantes rusos y a cualquier artefacto mecanizado que se cruce en su camino. Han podido participar en la última ofensiva aliada para recuperar Gibraltar, pero decidieron no ir. Si han de volver a su patria, que sea para liberarla del yugo fascista, no para entregarla a trozos a los ingleses, dijeron.
Se levanta algo de viento. Gutiérrez se encoge de hombros y echa a andar hacia su tienda. Últimamente no hace más que soñar con su madre, allá en la barraca de la Malvarrosa. Pasa la yema de los dedos por la bandera bordada en su manga izquierda. Luchar por la libertad, dice, vaya puta mierda.
El sargento Gutiérrez se enciende su cigarrillo, apoyado en la pierna del mech Guadalajara, y mira el cielo estrellado sobre el páramo francés. La Nueve se halla en una misión, a trescientos kilómetros de Marsella y a apenas cien de una fortificación nazi que deben arrasar hasta los cimientos. Acaba de salir de la tienda del Gitano, donde entre los dos han desplumado a un par de novatos a las cartas. Gutiérrez fuma con parsimonia, en mitad de la nada, buscando las mismas constelaciones que veía, hace casi veinte años, en su Valencia natal.
Su historia hasta ahora es casi la misma que la del resto de sus compañeros. Republicano, luchó contra el fascismo desde el 36 al 39 y, después, derrotado, no le quedó otra que huir de la represión del gobierno nacional a Francia. Pasó un año en uno de los campos de concentración que el gobierno de Vichy les había preparado en el norte de África, donde casi se muere de hambre. Luego, cuando les obligaron a decidir entre la repatriación o la Legión Extranjera, tuvo claro que prefería caer combatiendo. Tampoco pasó mucho tiempo desfilando en el desierto bajo la bandera de los franchutes; como casi todos sus compatriotas, acabó desertando para unirse al movimiento de la Francia Libre. Ni siquiera había escuchado el discurso de Charles de Gaulle en el exilio, Gutiérrez solo quería seguir matando fascistas.
Las caladas se suceden, despacio, saboreando el rubio americano que nunca falta entre los suministros que caen desde el cielo. Puede que la munición escasee, pero los yanquis nunca se olvidan de llevarles tabaco. Y goma de mascar.
Gutiérrez mira uno de sus seis relojes de pulsera que lleva en los dos brazos, trofeos de guerra arrebatados a los oficiales vampiros nazis, y recuerda con nitidez su paso por Marruecos, ya como la 2ª División blindada bajo el mando del general Philippe Leclerc, y luego en Yorkshire, donde los americanos los equiparon y adiestraron en el manejo de todas sus armas, incluidas aquellas bestias tripuladas de acero que enseguida habían adoptado como suyas. Los oficiales franceses y americanos no acababan de cogerles el punto a los dos millares de soldados españoles, lo cual no había dejado de crear tensiones entre ellos. Pero claro, dentro del batallón tampoco es que imperase la concordia. Es lo que tiene juntar socialistas, anarquistas y algunos comunistas.
Gutiérrez recaló en La Nueve, compuesta exclusivamente por españoles, como mecánico de una de las cafeteras andantes que han heredado de los yanquis. Como el resto de sus colegas, no puede evitar un profundo estremecimiento al recordar los sucesos posteriores al Desembarco. La División Leclerc irrumpió en suelo europeo dentro del III Ejército estadounidense liderado por el general Patton, a la vanguardia de las fuerzas aliadas que habían de liberar París. Pero todo fue un fracaso. Aquel maldito gas V de los nazis, que convertía a quien lo respirara en zombi ("paquitos", los llaman los españoles) y, más tarde, las explosiones atómicas de Dunkerke y París, obligaron a las tropas aliadas a replegarse al sur de Francia, dejando prácticamente a La Nueve en solitario en el frente. Iban a ser los primeros en llegar a la capita gala, pero allí solo había un gigantesco cráter radiactivo, así que tuvieron que dar la vuelta.
Y aquí seguimos, dice para sí mismo Gutiérrez. En 1949, los hombres de La Nueve llevan a sus espaldas trece años de lucha armada. Aunque, en teoría, sigue adscrita a la Francia Libre, en la práctica La Nueve —siempre con el apoyo de los comandos de infantería liderados por los restos de la 3ª sección, los anarquistas del capitán Miguel Campos— es una unidad autónoma que sigue funcionando a pleno rendimiento en primera línea de fuego, bajo mando netamente español, como evidencian las banderas tricolores que lucen en sus uniformes y en sus vehículos. No es solo por sus años de experiencia en combate y su especial motivación frente al fascio, sino que su coraje, su inquebrantable voluntad, sin retroceder nunca ni ceder un palmo del terreno conquistado, los han convertido en la unidad a temer por el enemigo —todos los enemigos— en el campo de batalla.
Gutiérrez aplasta la colilla casi consumida contra la chapa blindada del mech. Agudiza el oído, por si acaso percibe algún ruido extraño. Pero no, todo sigue en calma. Se suele decir que los hombres del frente europeo lo han visto todo, pero en el caso de los de La Nueve, es literalmente cierto, y Gutiérrez, reflexiona, no deja de sorprenderse de cómo se han habituado a enfrentarse a los peores engendros surgidos de las mentes nazis más enfermas, a los mostrencos mutantes rusos y a cualquier artefacto mecanizado que se cruce en su camino. Han podido participar en la última ofensiva aliada para recuperar Gibraltar, pero decidieron no ir. Si han de volver a su patria, que sea para liberarla del yugo fascista, no para entregarla a trozos a los ingleses, dijeron.
Se levanta algo de viento. Gutiérrez se encoge de hombros y echa a andar hacia su tienda. Últimamente no hace más que soñar con su madre, allá en la barraca de la Malvarrosa. Pasa la yema de los dedos por la bandera bordada en su manga izquierda. Luchar por la libertad, dice, vaya puta mierda.
Esto ha sido todo por hoy, sólo nos queda recordaros que podéis seguirnos en Facebook.
Próximamente la primera unidad weird para La Nueve.
Estupendo relato. Sí que sabéis ambientar vuestras partidas. Maravillosamente.
ResponderEliminar¡Gracias! el autor es un verdadero apasionado del género y no es el primer relato que escribe, de hecho acaba de publicar un libro mezcla de novela negra con lo mas weird que te puedas imaginar, ambientada en Albacete. Muy interesante la cosa.
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